LA ESCENA A DESTIEMPO. HOMO POLITICUS, V. MÉXICO D.F. 20051

 

 

por glgr / msr2

 

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Jacques Derrida

“Alguien, usted o yo, se adelanta y dice: quisiera aprender a vivir por fin. (EM, 11)

 

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Esta primera frase abre el exordio de los Espectros de Marx. Aunque podría haber sido también la primera frase de una pieza teatral, habría podido abrir la escena en un texto dramático. Eso, y además, podríamos preguntarnos seriamente si se trata de un simulacro. ¡Seriamente, qué delirio! Tengamos el cuidado de notar que con este modo de escribir, Jacques Derrida no impone una simple forma, mucho menos una forma dramática aunque sin duda la reflexión se dirija también al teatro; digamos con justicia que Derrida habrá abierto ya la cuestión del simulacro y su inconsistencia, así como la de su presencia y efectividad. La cuestión es precisamente y con las palabras del autor, si “¿hay ahí [y subraya “ahí”] entre la cosa misma y su simulacro una oposición que se sostenga?” (EM, 24). Esta pregunta se dirige sin titubear a la filosofía, pero no sólo a ella, también a la teología, y sin duda, también al teatro y a la política. Esta pregunta, si algo dice mientras cuestiona la firmeza de una oposición, es que el orden conocido ya no está asegurado. Hay un desacuerdo, un desorden entre la palabra y la presencia.

 

Así, entre lo que hay y lo que se nombra aparecen ciertos límites que por definición se han presentado infranqueables, también en el teatro como en casi toda la cultura. La verdad en el teatro, como la verdad en la política, se sostiene de la oposición entre la cosa real y su representación. Cierta historia del teatro y de su poética ha dejado la marca de un trabajo que se basa en la imitación, desdoblando la vida y surcándola por la negación. Este trabajo mimético entiende por vida la representación de un principio trascendente, y por teatro la representación de esa vida, así que, en el justo sentido del término, degradación es el resultado de la representación como imitación, degradación y también orden, orden vertical. Ahora bien, para garantizar la efectividad de las definiciones y de las leyes, por lo tanto, para garantizar la efectividad del orden, no debe haber entre la vida y sus representaciones ninguna fractura, nada, ningún ahí, ningún espacio. Si acaso aparece es necesario ajustarlo.

 

 

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¿Por qué hablar? 

 

En esta escena, hoy, frente a ustedes, ¿por qué adelantarme y hablar?

 

En primer lugar, desde días antes, desde siempre, ¿por qué escribir?

 

En primer lugar, para contabilizar ganancias y deudas. Quizás solamente para prevenir las pérdidas, para evitar los gastos inútiles. Si hemos de creer a los historiadores, fue una motivación esencialmente económica la que detonó la escritura. Las tablillas de barro con miles de pequeñas muescas no constatan sino la existencia de negocios entre los hombres. Siglos después, convertida la cuña en grafía y la tablilla en papel y tinta, ¿qué economía motivó la imprenta, qué negocios se sellaron con ella? Abierta la posibilidad infinita de la repetición, el libro creyó capitalizar la memoria de Occidente, soñó con clasificar sus instituciones, con trazar las fronteras pertinentes de la civilización. Acaso lo hizo... por la fuerza, por momentos. Pero no lo logró. No previno pérdidas ni evitó gastos inútiles. En ocasiones, la memoria cedió al olvido. Con frecuencia, las instituciones se derrumbaron. Cambiaron las fronteras, como cambian, siempre. Nadie pidió explicaciones al barro, a la cuña, al papel, a la tinta, a la imprenta. Las técnicas de la escritura, nuestro registro más preciado, guardaron su secreto. Los siglos continuaron acumulando tablillas, libros, archivos.

 

En última instancia, entonces, ¿por qué escribir? Sobre todo, ¿por qué escribir acerca de una obra, cerca de ella, mas no en su acontecer mismo?, ¿por qué evocar la escena, por qué adelantarse y hablar fuera de ella? Hoy, entre nosotros, ¿qué contabiliza el documento impreso, qué registran las numerosas superposiciones electrónicas que lo llevaron al papel, qué previene una imagen digital, qué intentan evitar? Ante todo, ¿qué creemos que conjuran? Sin duda, creemos que escribir es no perder: en el libro contable, no perder una cifra; en la biografía, no perder la vida; en la correspondencia, no perder al amigo; en el pensamiento, no perder una tradición, un futuro incluso... El registro está arraigado en nosotros como una necesidad, como una voluntad empecinada de retorno. Como si la tinta o el cristal líquido de la pantalla nos permitieran pintar al óleo, capa sobre capa, escribimos sobre lo ya escrito, nos adelantamos y hablamos sobre lo ya hecho. Tal vez se escribe porque es estrictamente necesario, porque existen aún negocios pendientes entre los hombres, porque aún es preciso pensar, decidir. Aún es preciso vivir, perseguir el secreto para hacerlo del mejor modo posible. No mejor: más justamente. Si se escribe, pues, es porque aún se busca la mejor manera de decir, de guardar, de perder. Aún se busca la mejor técnica. Y, ante el secreto de la técnica, lo sabía Derrida, “... los límites, las fronteras y las distinciones habrán sido sacudidas [...] el orden [conocido] ya no está asegurado” (MA, 12). Antes que para conservar, se escribe hasta en el último resquicio para no guardar silencio, para invitar al des-orden, para huir de la ley y de su autoridad violenta, para salvarnos, siempre, mientras vivamos, de lo que Derrida llamó Mal de archivo, de esa vocación reiterativa, representativa. Escribo sobre Homo politicus porque fue una obra que se propuso desafiar las posibilidades instrumentales de producción, conservación y destrucción del archivo creado en torno al hombre como animal político. Partiendo de un planteamiento filosófico—¿qué es, quién es el homo politicus?—se buscaron ahí los gestos para hablar a los otros, con los otros sobre las pequeñas verdades, grandiosas o mezquinas, que nos conforman como seres políticos.

 

 

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Porque el teatro además de representación, también puede jugar otro papel, puede “tener la vocación de dar lugar a la palabra y a la acción políticas”, sobre todo, “puede abrir otro espacio en el momento en que la responsabilidad política no encuentra ya, en otra parte, su aliento, a la vez su palabra y su visibilidad” (ED, 124). Por eso es en el teatro más que en algún otro sitio, en donde habría que sacudir límites y fronteras, “ya se trate del derecho de las familias o del Estado, de las relaciones entre lo secreto y lo no secreto, o lo que no es lo mismo, entre lo privado y lo público” (MA, 12). Sacudir fronteras será mudar espacios, generar lugares y tiempos, será ingeniárnoslas para abrir, para encontrar, entre la cosa real y su representación algo que resista y desafíe, ¿un simulacro?, ¿un espectro? Ingeniárnoslas y también esperar algo, algo efectivo entre la cosa real y su representación, un espectro que habite ahí sin propiamente habitar.

 

La decadencia del teatro, afirmó obstinadamente Antonin Artaud, comienza sin duda con la posibilidad de desdoblar la vida, de definirla en series de opuestos que aseguran un orden. La obstinación habrá sido el empeño de Artaud por sacudir esas definiciones, porque después del seísmo, el movimiento deja espacio, se abre y se produce espacio ahí entre la realidad y su reflejo, aparece un simulacro, un fantasma. Ni uno u otro, ni uno y otro, es decir, ni disyunción, ni conjunción, sino lo que se juega entre dos, lo que Derrida llamó inyunción, eso que toca lo que queremos que sea la vida, nuestra vida y el mejor modo de vivirla. Derrida también pensó en la técnica teatral con Artaud, en un texto que escribió en 1989 y que se llama precisamente El teatro de la crueldad y la clausura de la representación, donde escribió sobre técnica teatral o teatrología justamente porque con la reflexión va “algo más que un tipo de construcción teatral” (ED, 124).

 

Posición central de dicha teatrología: una escena que lo único que hace es ilustrar un discurso no es en absoluto una escena. Debe haber una experiencia productiva. La apuesta y el ingenio consisten en construirla, en el sentido literal: poner en escena, producir espacio y tiempo, dar lugar al simulacro. Es por eso que en Espectros de Marx podemos encontrar las frases que evocan la escena y no el teatro de la representación, porque no se presenta ningún personaje, simplemente alguien se adelanta, alguien usted o yo, se adelanta y dice: quisiera aprender a vivir por fin. Aquí no hay público pasivo, no hay intérprete y tampoco hay un diálogo. “Aprender a vivir. Extraña máxima” (EM, 11). En cualquier caso, tampoco hay un monólogo, ningún texto es impuesto a ningún personaje, simplemente son palabras que evocan la escena porque producen su propio espacio.

 

Evocar, a propósito de los espectros, quiere decir hacer venir por la voz. ¿Por qué hablar? La voz, a propósito de la escena, entra en el silencio como un borrador del silencio, no como enunciación. En el conjuro, escribió Derrida, “esta voz no describe, lo que dice no constata nada, su habla hace llegar” (EM, 54). Ante el aprender a vivir, si algo queda por hacer, ese algo no puede suceder sino entre vida y muerte, no en su disociación sino ahí, en ese espacio que sucede entre dos, en ese tiempo, entre todos los dos que se quiera. ¿Por qué escribir?, ¿por qué pensar entre dos, entre más de dos? Con la escritura algo queda de esa extraña máxima: aprender a vivir. Algo se repite, pero algo también se destruye para buscar un modo, el mejor modo de decir las cosas.

 

 

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La búsqueda de lenguajes nunca ha sido cosa fácil. Ir en busca de una lengua nueva, de una lengua renovada al menos, exige confrontar la extrañeza, la respuesta sorda, la posibilidad de extravío, la pérdida de la autocomprensión, el peligro de repetir novedades pretéritas, ahora inoportunas... y tal vez fallidas. Pero, a fin de cuentas, qué es pensar sino apostar la propia lengua, arriesgar el lenguaje en el que hemos habitado desde la primera palabra. Qué es pensar sino destruir los trazos de la lengua para que sea posible volver a hablar. Escribo sobre una obra a sabiendas de que alteraré su orden secuencial y sus leyes, pero escribo porque es estrictamente necesario. Fernando Renjifo llegó a México después de montar Homo politicus, v. Madrid 2004. Dijo poco, lo suficiente, sobre la versión madrileña. Eligió a seis personas, ninguna de ellas formada en el teatro. Los seis cocreadores de Homo politicus, v. México D.F. 2005 recibieron el proyecto como una pura posibilidad. Después de meses de trabajo, se construyó una obra, se presentó como una forma de hablar del teatro y desde el teatro, como una manera de decir algo, ahí y entonces. Así, la puesta en escena se consignó, es decir, reunió saberes, prácticas, firmas, familias, principios y reglas en un solo espacio, en su propio espacio escénico. Se trató de una puesta donde se pensaba al homo politicus, donde se ponía en escena al hombre en sus negocios, con una suerte de sobria alquimia entre la danza, el performance, el texto autobiográfico, filosófico, poético, y, por supuesto, el teatro, un posible teatro renovado. La escena creó así su propio archivo, si por archivo entendemos el soporte físico (casa, museo, documento o foro) donde se hace visible aquello que nos rodea siempre y que nuestros ojos tienden a pasar por alto (en este caso, las relaciones de poder que atraviesan cada uno de nuestros días, los secretos a voces, las esperanzas y las decepciones tácitas). La escritura permite que el archivo no guarde silencio, que no se estatuya en ley ni se fijen sus fechas de nacimiento y muerte. Escribo para recordar que incluso lo que se hace visible ante un público guarda secretos acaso incontrolables. Escribo como y por una máxima. Escribo para que el archivo no se repita idéntico, compulsivo, capitalizando todo. Escribo para adelantarme y hablar, para evocar, es cierto, pero también y sobre todo para borrar, para perder... de la mejor manera posible.

 

 

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No será ahora ninguna exageración, ningún delirio, presentar este texto entre dos, y también en la frontera entre lo filosófico y lo teatral, primero porque está escrito para hablar de una escena en particular cuyo nombre es largo y casi en clave. La puesta en México se planteó para dar lugar a la diferencia entre las dos versiones: la posibilidad de extravío y la espera de que apareciera el homo politicus en la marca del otro, del extranjero. Esta aparición del otro era lo esperado. El propósito claro y explícito en el proyecto era que cada uno de los que participáramos en ella habríamos de pensar en eso que llamamos político ¿hasta dónde podíamos encontrar un punto de contacto entre lo que llamamos historia y nuestra vida?, ¿hasta dónde llegaría eso que seguimos llamando política?, ¿qué podíamos recordar, qué queríamos decir, cuál sería nuestro posicionamiento?, y sobre todo, ¿cuál sería el mejor modo de decirlo? Homo politicus no representa ninguna historia, ninguna anécdota. No usa luces, ni maquillaje, ni vestuario. Pone en escena al hombre en sus negocios, en su necesidad de vivir. ¿En cada una de nuestras vidas, de nuestras historias, qué había de secreto, qué había de público, qué nos era familiar, qué nos era extraño? ¿Hasta dónde es una vida privada, hasta dónde es pública? Mi abuelo había nacido en 1909 y yo de niña pensaba que él había hecho la revolución mexicana, la abuela española de Paola había mandado a sus hijos al refugio de Morelia durante la guerra civil, Alfredo no conoció a sus abuelos paternos, Nadia tenía un abuelo ucraniano que vivió en Francia. El bisabuelo de Adrián era un pastor anglicano que llegó de Inglaterra a Hidalgo. Cambiaron las fronteras como cambian siempre. Ni textos autobiográficos, ni textos filosóficos, mucho menos textos dramáticos, estos textos eran gestos escénicos que evocaban cierto derecho de familias, y de Estado, relaciones entre lo secreto y lo no secreto, o lo que no es lo mismo entre lo privado y lo público.

 

¿Hasta dónde llegan las confesiones, la autobiografía, hasta qué punto se expone el propio ser en la escritura? Entre estos textos también hay un trabajo fronterizo. Quizá porque interpelar las fronteras es el mejor modo de hacer justicia. El trabajo filosófico de hoy se presenta como trabajo de duelo, pero de un duelo que busca ser transformación y no clausura. Remover los restos en el vocabulario ya enterrado, rehacer genealogías, recordar. No se trata solamente de una estrategia filosófica, es también decisión y acción política. “Homo politicus es, de hecho, como obra, ya un posicionamiento y una praxis.” En el mejor de los casos diremos que los límites, las fronteras y las distinciones habrán sido franqueadas. De cualquier modo, el acierto de Homo politicus es el intento por sacudir conscientemente los propios límites, los ajenos y los familiares, del mejor modo, a saber, cuestionando también las técnicas teatrales para construir una escena, un tiempo y un espacio para la duda, la nuestra tanto como la del público, abrir un espacio para pensar en foro abierto, entre más de dos, mucho más que dos.

 

 

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¿Por qué haber escrito si, a fin de cuentas —ya Platón lo sabía— la escritura es una especie de final, de muerte? Jean-Jacques Rousseau nos legó sus Confesiones en una época en la que, pese a ser publicadas, podían ya leerse en el sosiego de la intimidad. El siglo xviii había aprendido a leer en voz baja, y los libros podían sustraerse del espacio público, podían llevarse a casa y leerse al abrigo del silencio. Secretos de lo público, facilidad peligrosa, diría Kant, puesto que cualquier signo de una mejor vida se lanza siempre a cielo abierto, implica una apuesta vital. Es por ello que Kant confiaba en las publicaciones periódicas, en la correspondencia académica. Kant confiaba en el documento firmado, en la escritura que habría de ser no sólo leída, sino enjuiciada en un foro abierto. Confiaba en la firma no sólo como un nombre propio, sino como una figura pública. Y así pretendía escribir. No imaginaba que su propio nombre, su propia firma, sería objeto de una biografía póstuma a manos de un escritor romántico—Thomas de Quincey—que trastocaría las relaciones entre vida y teoría. La filosofía crítica de Kant, convertida en novela, sería, para su alma desasosegada, llevada a casa, a ese espacio resguardado que elocuentemente llamamos lo privado. ¿Hasta dónde es una vida privada, hasta dónde es pública? ¿Hasta dónde llegan las confesiones, la autobiografía, hasta qué punto se expone el propio ser en la escritura? ¿Hasta qué punto la vulnerabilidad del registro es justamente lo que nos salva de la muerte? ¿Hasta dónde se expone el cuerpo, su vida, en la escena, hasta dónde está expuesta la escena?

 

Homo politicus, v. México D.F. 2005 comienza con un abrazo. Alguien atraviesa corriendo el espacio. En el otro extremo tal vez lo esperen; tal vez lo escuchen venir con gesto ensimismado. En el último instante, quien espera alza la mirada; alguien viene corriendo, lo ven, lo reciben. El abrazo se afirma tres veces. Parece simple. Lo es. De golpe nos dice que las cosas, que los negocios entre los hombres no son así, que ni siquiera sabemos si podrían serlo, que darse cuenta es sólo cuestión de entregar la mirada a una acción ajena, extraña, extranjera, libre ya de nuestras antiguas suposiciones sobre el teatro, sobre la política, sobre nosotros mismos. Si entre un ser humano y otro, solos, expuestos, simulando un inverosímil y deseable encuentro primigenio, queda el abrazo o su imposibilidad es apenas el principio de las sospechas que Homo politicus desata en la escena. Alguien rompe el silencio tras el abrazo deshecho con una serie de frases que no constatan nada, frases que descubre para sí mismo, para todos; casi discretamente, borrando el silencio con la voz y desde un rincón que nunca estuvo oculto.

 

 

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“Sospecho de mí. / Sospecho de lo filoso de mis colmillos. / Sospecho de lo húmedo de mis ojos.

 

Sospecho de las palabras que conocemos demasiado. / Sospecho que los hombres se confunden entre sí. / Sospecho que las palabras esconden voluntades ajenas. / Lo más sospechoso es la lengua común. / Lo más sospechoso, por insospechada, es la lengua propia. Cada palabra de tu lengua te tiende una trampa.

 

Sospecho de mi propia bondad. / Sospecho de mi propia rebeldía. / Sospecho de mi propia rebeldía si sólo hay en ella el miedo a la desesperanza.” (HP, texto colectivo)

 

Estas frases abren la última parte de Homo politicus, v. México D.F. 2005. Aunque podrían haber sido frases de un discurso filosófico, habrían podido ceder el paso a la reflexión teórica. Eso, y además, podríamos preguntarnos seriamente si se trata de un simulacro. Y es que la escena misma, es también un espectro que se espera. Después de cada función queda algo que ya no está y que se espera, sólo se espera que aparezca otra vez. “Lo que sigue se plantea como un ensayo en la noche.” (EM, 12) Alguien, usted o yo, podemos ver la oscuridad en la que solamente nos adelantaríamos para pronunciar unas palabras. ¿Por qué hablar?, en primer lugar ¿porqué escribir? Derrida produce cada vez un espacio que no necesita apagar las luces ni usar efectos especiales para poner en escena la noche, y sobre todo, la inefectiva presencia de los espectros. Como en Hamlet, “todo comienza con la aparición de un espectro. Para más precisión, con la espera de su aparición” (EM, 18). Este trabajo entonces quiere hacer lo que se debe, “más allá del derecho y de la norma” (EM, 14), este trabajo busca el mejor modo de hacer justicia a eso que ya no está y que quedó después de Homo Politicus, algunas ausencias, algunos espectros a los que habría que devolverles la palabra.

 

 

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Al hablar sobre la escena, mejor dicho, al hablar sobre el trabajo de la escena, la filosofía no hace sino volver a alterar el ritmo de producción, conservación y destrucción del archivo. El silencio es el mal de archivo. Borrar el silencio es hablar, hablar con los fantasmas. Si hemos de aprender a vivir, y del mejor modo posible, hemos de adelantarnos y hablar con ellos. Mejor: dejar que ellos hablen, devolverles la palabra. Derrida habla como si estuviera en un escenario, como si él o nosotros habláramos desde una escena. De haberlo hecho, tendría, tendríamos que haberlo escrito después. Necesariamente. ¿Qué hay en el espacio instituido por la escena que nos obliga a la escritura? Derrida diría que la reflexión sobre el teatro se constituye como una prótesis: alivio de una herida y, a la vez, ruptura violenta con la génesis y las leyes naturales.

 

[Imágenes]

 

Al final, hubo un cuerpo que evolucionaba e involucionaba, hubo un piano hecho sonar por manos atadas, dos cuerpos que se enfrentaban dóciles y, a la vez, obstinados, un muro humano impenetrable, hubo una bandera dibujada con tiza, una lucha, un abrazo, uno y muchos retratos de familia.

 

 

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Quisiera aprender a vivir. Por fin, aprender a vivir con los fantasmas. Más allá de quien enseña, de quien aprende, más allá de mí y de mi vida. En todo caso, más allá de la violencia didáctica, legislativa, del orden vertical, de la degradación. Sin mí y más allá de mi muerte. En el espacio que se abre entre dos, ahí donde los límites y las fronteras han sido trastocados. Entre vida y muerte, entre registro y silencio, entre experiencia, producción y pensamiento, ahí, en la escena del simulacro. “El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que sucede [con] la intervención de algún fantasma”. (EM, 12)

 



1Este trabajo surge de la reflexión en torno a la puesta en escena titulada Homo politicus, v. México D.F. 2005.  Todas las referencias teóricas se deben a Jacques Derrida, y proceden de las siguientes obras: “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, en La escritura y la diferencia (Barcelona: Anthropos, 1989); Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional (Madrid: Trotta, 1995); Mal de archivo. Una imprensión freudiana (Madrid: Trotta, 1997). Las obras se abrevian como sigue: ED, EM y MA, respectivamente. La puesta en escena sobre la que hablamos fue presentada del 3 de junio al 19 de agosto de 2005 en el Foro La Gruta del Centro Cultural Helénico, en la Ciudad de México. La puesta fue dirigida por el español Fernando Renjifo y participaron en ella Alfredo Balanescu, Gloria Godínez, Nadia Lartigue, Rodrigo Martínez, Adrián Pascoe y Paola Picazo. Un registro de la obra se publicó en Fernando Renjifo et al., Homo politicus, v. México D.F. 2005, (México: Anónimo drama, 2005).

2Gloria Luz Godínez Rivas y Marianela Santoveña Rodríguez